Antes de mirar por el ojo de una cerradura
o de aspirar el olor a hombre escondido
que tiene el aire en un patio abandonado.
Antes de redondear una uña con tus dientes
o degustar el sabroso sabor gástrico
que tienen tus encías a la madrugada.
Antes de mirar el sol dorando
la testa de un convaleciente.
Antes de todo esto,
ordena bien un grupo de minutos amargos
que subsistan más allá de tu vientre.
Entonces podrás sorprender un brazo
al saludar a nadie desde el más claro sitio de una casa.
O encontrar a una mujer en una ciudad
populosa y desconocida
guiándote, únicamente, por el olor de sus gestos
y la energía de sus pezones.
Después hablaremos.
Algún día hablaremos de todo esto en una isla olvidada
donde los cocoteros tienen un timbre, musical y doloroso,
como el de una anciana que acaba de dar un paso en falso
y escupe sus miembros sobre raíces polvorientas.