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Héctor Rojas Herazo 2021

Cita con la luz

El Fondo Mixto de Cultura de Sucre agradece al escritor Felipe Agudelo Tenorio por permitirnos compartir con los lectores de esta página el texto «Cita con la luz», una crónica sobre su amistad con el maestro Héctor Rojas Herazo, incluida en su libro Nidos de viento,  publicado por la editorial Domingo Atrasado.


Uno no es más que un invento de sus amigos”.

Conversaciones con H.R.H.

Por Felipe Agudelo.

Toda amistad tiene su ruta y aunque parezca diseñada para darse desde un principio, puede tardar en concretarse. La nuestra tuvo que andar más de treinta años hasta el primer encuentro. Pero le bastó un momento para instalar esa prodigiosa extrañeza que une a los hombres.

Héctor Rojas Herazo fue una temprana presencia en mi vida. Yo era un niño cuando mi padre trajo a nuestra casa uno de sus cuadros y lo colgó en la sala. Era la cabeza de un caballo pudriéndose en un pantano, la misma que hoy cuelga en mi cuarto. Supe así, muy pronto, que el pintor y mi padre eran buenos amigos. De ahí en adelante, en muchas de las extensas sobremesas familiares le escucharíamos contar numerosas anécdotas acerca de Rojas Herazo. Y en el curso de los años siguientes iría apareciendo con más cuadros, así como con todos sus libros, que aún deben estar en su perdida biblioteca.

Pese a que desde muy joven tuve una clara idea del artista y del personaje maravilloso que era Héctor no logré conocerlo en persona. Mi padre se negó a presentármelo, pues intuía en ello una inconveniente influencia para mí. Obviamente él, que la conocía, nunca quiso para su hijo una vida de escritor. Debí de obrar por mi cuenta, pero cuando ya estuve listo para buscarlo, Héctor había partido hacia España, donde vivió una larga temporada. Por los comentarios de mi padre supe que se había ido para escribir una novela de largo aliento, cuyo título ya era Celia se pudre.

Y, de hecho, aún estaba en Madrid cuando me fui de Colombia, al comenzar los ochenta. Unos años después, viviendo yo en Tepoztlán, un pequeño y extraordinario pueblo cercano a Cuernavaca, supe que Celia se pudre había sido publicada en España. Literalmente corrí a las librerías, pero no pude comprarla, su precio estaba por fuera de mi presupuesto.

Con esa inquietud que hiere a un lector que sostiene entre sus manos un libro que necesita amar con urgencia y no puede tenerlo, hojeé pacientemente la novela en varias librerías de la Ciudad de México, sin atreverme a robármela.

Un par de años después, en un fin de semana en el que fue a visitarme, mi amigo Eduardo García Aguilar me contó que había visto un ejemplar de la novela en un puesto de libros usados, baratísima, a media cuadra de una famosa librería del D.F. El lunes siguiente fui hasta allá y la compré. La empecé a leer esa misma noche. A pesar de ser un texto largo, que acobarda a esos lectores anoréxicos que se espantan de un libro por el grosor de su lomo, yo lo fui dosificando cuanto pude y nunca me permití leer más de un capítulo por día. Aun así: lo terminé.

En 1992 visité Bogotá. Uno de mis anhelos era conocer a Héctor. No quería contar con la ayuda paterna, así que indagué entre mis amigos. Resultó que Jorge Mario Múnera hacía poco lo había fotografiado y era él también un entusiasta de su obra. Llamamos a Patricia, la hija de Héctor, y concertamos una cita para Conchita, mi mujer, y para mí.

Fuimos a visitarlo al pequeño apartamento que habitaba, en las cercanías del Hospital Militar. Mi único propósito era agradecerle en persona, contarle de qué manera a mí me había servido leerlo. Sólo quería conocerlo y expresarle mi admiración. Después de tomarnos un té, bajo la marquesina del patio, nos dejaron a solas y yo le hablé confusamente de Celia, pues el discurso que había preparado se me borró. Héctor, que ya era un hombre viejo, me escuchó con paciencia. Al final de los elogios que logré decir me observó muy seriamente, muy a su modo y solo me dijo que el libro me había gustado porque lo había leído con amor. Tenía razón, los grandes libros no solo se leen sino que se sienten. Desde ese instante comenzamos a conversar sin reservas. La amistad había brotado entre nosotros.

Héctor no sólo era un hombre brillante y generoso sino de una ternura conmovedora. Ante él uno sentía estar ante un ser humano sin desperdicio. Y, encima, era un conversador de primer orden cuyo talento era legendario. Le gustaba hablar porque lo obsesionaba la comunicación, como a todos los que están interesados en el hombre. Quienes tuvimos el regalo de escucharlo, siempre recordaremos el maravilloso espectáculo que era estar ahí cuando él hablaba, no sólo porque poseía todas las galas de un conversador estupendo sino porque, sin falta, en un buen tramo de su charla esquivaba los tópicos frívolos y se adentraba en aguas profundas, con los modos de alguien que ha meditado orgánicamente en todas las cuestiones humanas. Y esto era así porque Héctor lo pasaba todo por el cuerpo, tenía el don de pensar y expresarse utilizando todos los sentidos. Además, así descargaba en uno una pesada sabiduría, utilizando a conciencia la rica gama de tonos de su voz profunda, adornada por su acento caribeño. Al final, generalmente ante las conclusiones difíciles a las que arribaba, depositaba en su interlocutor una mirada triste, pero de fraternidad absoluta, “como la que deben dirigirse dos condenados a muerte que comparten celdas contiguas”, según le gustaba decir.

A partir de esa primera ocasión fuimos amigos. Cada vez que venía a Colombia lo visitaba, de vez en vez le escribía y él me enviaba noticias a través de su hija. Cuando regresé definitivamente al país, en el año 2000, tuve ya la oportunidad de verlo con frecuencia. Es decir, fui a interrumpirle su soledad de manera asidua. En muchas de esas ocasiones gocé de la complicidad de Juan Manuel Roca, a quien Héctor quería hondamente. Pues Juan, cuyo padre también fue muy amigo de Héctor, sí tuvo la suerte de conocerlo desde niño. En la relación que ellos dos tenían tuve la fortuna de asistir a una sobria lección de respetos, inusual en nuestro medio.

Después de un largo tiempo de vivir en México, donde sus grandes escritores suelen gozar de merecidos y adecuados privilegios, me sorprendió el abandono de Rojas Herazo. Tras dieciocho años de humanidad yo me había olvidado de lo que es Colombia. No obstante, fue gracias a esa circunstancia que conté con la posibilidad de verlo cuantas veces pude y quise.

Ese hombre que pertenecía al linaje de quienes creen que la amistad es una de las escasas gracias que nos rescatan, gustaba recibir a las cinco de la tarde. Tanto era así que en uno de sus poemas definía a la felicidad como eso, como un amigo que toca la puerta a las cinco de la tarde.

Las visitas al piso 11 de un edificio blanco, en pleno centro de Bogotá, fueron para mí una cita con la luz. Conversábamos mucho y sin orden, sobre todas las cosas; pero yo trataba de estar alerta a esos momentos, que siempre llegaban, en los que Héctor revelaba algo, descorría un velo y me sembraba, a conciencia, una pista, con la ilusión de que yo la meditara largamente. Él bien sabía que hacer obra es hacer hombre. Le gustaba repetirme un verso ajeno que reza: “Todo el tiempo que no le dediques al amor es tiempo perdido”.

También era frecuente que remembrara en voz alta a algunos de sus amigos, como Luis Rosales, Félix Grande, Caballero Bonald, Gustavo Ibarra Merlano y Mario Rivero, principalmente. Muchas veces salpicaba su conversación con anécdotas y opiniones de los muchos escritores y personajes con los que había tenido trato. Y era de curso corriente que rememorara su infancia en Tolú, que recorriera Cartagena, que recordara la casa de su abuela y, como era uno de sus temas favoritos, que se detuviera en la descripción de la ruina.

Mientras hablábamos bebíamos cervezas, aunque él lo tuviera prohibido, pues padecía de diabetes. Y una vez habíamos agotado la charla del día, que por lo general era sobre un solo tópico, nos trenzábamos en largos duelos de ajedrez. Héctor era un contendor incansable y curtido, al que no le gustaba perder, por lo que jamás me dejó salir de su casa sin que los resultados lo favorecieran. Y siempre que los dos jugábamos en su pequeño estudio, rodeados de sus cuadros apilados contra las paredes, sobre una mesa manchada de pintura, la niña Rochi, su extraordinaria mujer, nos rondaba solícita, primero por si necesitábamos algo, luego para vigilar que Héctor no me hiciera trampa y, sobre todo, para recordarle a él todos los datos y citas que se escondían de su memoria y le urgían en su conversación, pues ella se los mantenía listos, como si fueran sus camisas limpias.

La inesperada muerte de Rochi fue la estocada final para Héctor. El mal día que ella murió fui a visitarlo. Entré al cuarto donde pintaba y lo encontré cantando a voz en cuello, estaba terminando un cuadro que había prometido regalarle a ella: un gallo de luces retando el amanecer. Lo acompañé en silencio. Cada cual tiene su forma de llorar.

En sus últimos meses Héctor salió poco. Algunas visitas a los médicos y unas cuantas invitaciones a leer su poesía. A estas últimas siempre lo escolté. Llegaba a recogerlo y mientras esperábamos el taxi que él contrataba por horas, yo intentaba influir para que llevara más poemas de los que ya guardaba en el bolsillo, pero sólo cargaba consigo tres o cuatro y nunca leía más de dos. Y razón tenía, no le hacía falta más.

Por esos mismos días mi padre sucumbía lentamente, víctima de algo más que de una cruel enfermedad. Héctor y él no volvieron a verse o hablarse nunca. Pero a estas alturas ambos me usaban de recadero y cada vez que los veía el uno me interrogaba insistentemente por el otro. Sin embargo, decidieron no encontrarse más, decían proteger el recuerdo. Por esa razón, yo que lo soñaba jamás logré escucharlos conversar entre ellos. Siendo los dos conversadores de alto vuelo. Algo que aún lamento haberme perdido.

Héctor siguió a Rochi tan sólo unos meses después. Ese día, a las cinco de la tarde, tenía una cita con Juan Manuel Roca y conmigo. Sabíamos que su salud flaqueaba. Al medio día me llamó Patricia y me dijo que su padre no se sentía bien, que él nos pedía que pospusiéramos nuestra visita y fuéramos a verlo al otro día. Le avisé a Roca. Y esa noche me fui para el apartamento de Santiago Mutis, allí conversamos hasta pasada la medianoche, hablamos mucho de Héctor. Cuando regresé a mi casa, encontré en mi contestador un mensaje con la voz quebrada de Alfonso Rojas en el que me decía que su padre había fallecido esa misma tarde. Sabiendo que era la única persona que hallaría despierta en toda la ciudad, llamé a Santiago para no hundirme solo. Al día siguiente supe que Héctor había muerto poco antes de las cinco, en la víspera de la hora de la cita.

Desde entonces, con todas mis fuerzas, he querido ser capaz de creer que quien tocó a su puerta, justo en esa hora, también pudo ser un amigo.


[1] Publicado originalmente en el volumen Nidos de viento, Editorial Domingo Atrasado. Colección Respirando el verano. Bogotá, 2020, cedido amablemente por el autor para esta reproducción.

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